Sala de Prensa

13/02/2009

Una infamia inocente

Por Paula Vial Reynal, Defensora Nacional (The Clinic, jueves 12 de febrero)

“Absolución e inocencia son lo mismo.  La impericia de un fiscal o un investigador no puede alejarlos irremediablemente; la queja por la carga de trabajo no puede ser la excusa para afectar nuestros derechos”.

¿Será efectivo que no es lo mismo ser absuelto que ser inocente?

Imaginemos que a usted lo acaban de absolver por un delito de robo porque el fiscal no logró probar que se encontraba en el lugar de los hechos en el momento en el que estos se produjeron. ¿Es usted inocente? ¿O simplemente un absuelto respecto de quien no se logró acreditar participación, sin que el tribunal alcanzara la convicción más allá de toda duda razonable, estándar probatorio exigido por la ley?

En el  debate acerca de la analogía entre absolución e inocencia, la distinción podría considerarse semántica, simplemente formal  y carente de importancia práctica. No obstante eso no es efectivo. La diferencia o similitud entre la absolución y la inocencia, la correspondencia y equivalencia más esencial entre un  término y otro, entre un concepto y otro es fundamental.

En un sistema democrático la presunción de inocencia es una barrera imprescindible para evitar abusos y arbitrariedades. Es la protección de todos los individuos contra las iniquidades que se pueden producir por la desproporción de fuerzas entre el estado persecutor, con todo su aparataje, y el sujeto perseguido.

Bien decía Albert Camus que “inocente es quien no necesita explicarse”. Cargar con el peso de probar la culpabilidad de una persona, la participación que le cabe en un delito, supone entregar a los fiscales del Ministerio Público la tarea de destruir dicha presunción que nos protege como escudo.  Si todos los ciudadanos necesitáramos probar que no hemos cometido delitos, estaríamos obligados a probar permanentemente hechos negativos o a tener coartadas de todas nuestras acciones y omisiones. Afortunadamente nuestro sistema jurídico sí reconoce ese principio y no nos obliga a desarrollar una prueba imposible, una de las denominadas “pruebas diabólicas”, muy comunes en la inquisición y que se caracterizan por poner al acusado en una situación imposible y conducir a una verdad poco confiable. Así sucede por ejemplo con la confesión que se obtiene bajo tortura, que a decir de Césare Beccaria, autor del texto “De los delitos y las penas” en 1974, “es el medio seguro de absolver a los malvados robustos y condenar a los inocentes débiles”. Absolución e inocencia son lo mismo. El diccionario los emparenta. La realidad democrática los hace iguales. La impericia de un fiscal o un investigador no puede alejarlos irremediablemente; la queja por la carga de trabajo no puede ser la excusa para afectar nuestros derechos, con argumentos falaces que confunden y llevan a equívocos.

La absolución, que se produce actualmente en el 12% de los juicios orales, se declara luego de un procedimiento en el que han participado fiscales, defensores, testigos, policías, peritos, hasta llegar a la decisión de los jueces. Si tras ello, ante el tribunal, la versión del Estado no es suficientemente convincente, entonces jamás fue la verdad. Sólo cabe entonces respetar la ley y aceptar que aquel sujeto siempre fue y será inocente.

Es verdad que en su entorno, el prejuicio permanecerá probablemente por mucho tiempo contra aquel que fue acusado y absuelto entre quienes quieren creer en el prejuicio. Pero aquello es intolerable para el Estado y sus representantes. A ellos sólo les cabe respetar la Constitución y la Ley, no sostener las dudas sobre lo ya resuelto. Sólo les corresponde callar, sin excusas.

Es desalentador que sea tan difícil conseguir que a un imputado se le trate como inocente durante el procedimiento –sin ir más lejos hasta hace muy poco era común que las personas en prisión preventiva recibieran el mismo encierro ¡y en las mismas celdas! que el condenado.  Pero más curioso aún resulta constatar la intención de desconocer el contenido de una decisión absolutoria, una sentencia definitiva, en perjuicio de la dignidad de las personas. Tres siglos atrás, Beccaria ya señalaba que “un hombre que haya sido acusado de delito, encarcelado y absuelto, después no debería llevar en sí nota alguna de infamia… parece que en el sistema actual, según opinión de los hombres, prevalece la idea de la fuerza y de la prepotencia, sobre la de justicia”.

No podemos permitir, como Estado y como comunidad, que quienes son acusados y absueltos carguen con el estigma de la desconfianza y la marca de la infamia.

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