Sala de Prensa

12/03/2009

Golpe a golpe ... paso a paso

Columna de la Defensora Nacional, Paula Vial publicada en The Clinic

El fenómeno de la violencia intrafamiliar (VIF) es un fenómeno social que devela nuestros peores secretos de alcoba y de salón. La cotidianeidad de las relaciones de familia y de pareja transforman el conflicto en uno que va mucho más allá de lo penal cuando hay violencia involucrada. La pretensión de resolución por ésta resulta limitada entonces, insatisfactoria y probablemente ilusoria.No significa desde luego, que no haya que recurrir a la persecución penal y a la aplicación de la sanción en los casos más graves. Tampoco que sea erróneo, como una opción político criminal y de visibilización, haber elegido ficcionar con el tipo de lesiones y de amenazas y considerarlas más graves en el ámbito intrafamiliar. De esta forma se envía un mensaje de preocupación y dureza con el tema. Pero ¿qué pasa con la violencia como hábito, como método de resolución de conflictos ancestralmente conocido y utilizado? ¿Desaparece con la conminación penal? ¿Disminuye en la medida que apliquemos más penas?

Una de las consecuencias de la incorporación del derecho penal en el ámbito de la violencia doméstica, su intromisión en la “seguridad” del ámbito privado, es la evidencia de que este derecho penal no es un mecanismo que pueda resolver el conflicto, sino que sólo opera de manera tardía, sin ninguna capacidad disuasiva o preventiva. Así, desafortunadamente, la aplicación de más penas y más medidas cautelares, no hace sino exacerbar un problema que involucra afectos, hijos, bienes en común, mantención, negocios y que por ende supone generalmente la mantención del vínculo o al menos de circunstancias materiales o jurídicas que obligan a continuar en contacto. El Ministerio Público usa y abusa de la solicitud de medidas cautelares, principalmente obligación de abandono del agresor del hogar común y prohibición de acercarse a la víctima, sin distinguir el tipo de casos de que se trate. Así, sin un adecuado análisis de riesgo y aplicando las mismas medidas cautelares a todos, no sólo se envían señales equívocas respecto de la distinción de situaciones, unas mucho más graves y peligrosas que otras, sino que se imposibilita la aplicación real de la protección pues los recursos materiales no son suficientes. Es cierto que el impacto social que generan los casos fallidos, aquellos en los que hubo señales que no supimos leer o interpretar o aquellos en los que no supimos dar protección y respuestas adecuadas a víctimas que se atrevieron a alzar la voz, es determinante para muchas decisiones. Es difícil para los operadores, que serán responsabilizados de los yerros, distinguir grados de gravedad que una adecuada especialización, inexistente salvo honrosas excepciones, y una actitud desaprensiva de la presión social, aconsejarían. Es demasiada la responsabilidad y más vale pecar de exceso. Pero con ello ni se elimina o disminuye la responsabilidad ni se resuelve el inadecuado uso de recursos escasos. La falta de proporcionalidad e inidoneidad de las medidas atenta directamente contra la eficacia de las mismas, ya que crece la posibilidad de incumplimiento y de materialización del control y protección que es debido. Si las medidas son inadecuadas y desatienden la complejidad del fenómeno, al círculo de la violencia se le suma el “círculo del sistema”, por el cual al imputado se le impone una estándar prohibición de acercarse a la víctima, que quebranta por ser el sustento de su familia, por querer estar cerca de sus hijos o por no tener donde estar, por reconciliaciones u otras muchas razones similares, con lo que el problema se agudiza sin resolverse. Los agresores no responden al patrón criminógeno del delincuente habitual, incluso en los casos más acentuados de reincidencia en violencia doméstica y persistencia en el ataque. Generalmente se trata de hombres que han sido víctimas de violencia en sus propios hogares, en su infancia y que han aprendido a golpes a resolver golpeando sus propios conflictos. Y en el caso de las mujeres el asunto es sorprendente y preocupante. Aunque resulte inverosímil, proporcionalmente, la cifra de parricidios es mayor en las mujeres que en los hombres. Sí, increíble pero cierto. Si en los hombres el 10% de los homicidios que estos cometen corresponden a parricidios, es decir considerando un vínculo de parentesco entre víctima y victimario, esta cifra se eleva al 55% de el caso de las mujeres. Estas diferencias se explican por las historias de VIF que generalmente hay tras la adopción de esta medida extrema de protección. Mujeres que han sido golpeadas sistemáticamente, por años; que ha visto a sus hijos atemorizados y a veces también golpeados y que finalmente deciden defenderse. Y por ello resulta imprescindible también replantear la interpretación de los requisitos de la legítima defensa para no negar a estas mujeres la posibilidad de defender su vida legítimamente, aun cuando no esperen a la agresión ilegítima que requiere la eximente de responsabilidad, de la que no podrán defenderse por la diferencia de fuerzas. Es indudable que se ha avanzado en este tema, aunque nos encontremos muy lejos de la meta aún. La visibilización y reproche social de la violencia en el hogar es un paso. El empoderamiento de la mujer en cuanto a la igualdad con el hombre – y qué mejor ejemplo de ello que esas maravillosas reinterpretaciones de los clásicos cuentos infantiles que ha utilizado el Sernam en sus últimas campañas – es otro paso. Pero faltan más. Y a golpes no podemos avanzar.

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