Sala de Prensa

07/05/2009

Gitanos, cerdos y el infierno

Columna de la Defensora Nacional, Paula Vial Reynal, publicada en The Clinic, hoy 7 de mayo.

¿Qué tienen en común un jugador de las Chivas de Guadalajara y un gitano? En principio nada, salvo que el gitano sea un forofo-fanático del equipo de fútbol mexicano. Y sin embargo en estos días, los ha unido mucho más de lo que ellos mismos sospechan. La discriminación, la estigmatización, la segregación, el temor al otro, el miedo que provoca la ignorancia y la información apocalíptica mal administrada.

En Puerto Montt se acusó equivocadamente a un joven de una comunidad gitana de haber sido el causante de un atropello que costó la vida de otro joven. El autor se había dado a la fuga por lo que se ignoraba su identidad y un grupo de vecinos de la víctima creyó reconocer el automóvil que causó el deceso en el campamento gitano de la ciudad. Decidieron tomar la justicia en sus propias manos, desembozándolos del escudo protector de la presunción de inocencia, e incendiaron parte importante de los bienes que la comunidad cobijaba en su asentamiento, además de perseguir la detención del supuesto conductor. Pero era un error. Un infierno de venganza, con llamas injustas de reparación indebida para un pueblo marcado por la diferencia.

En Viña, los jugadores del equipo mexicano de fútbol Chivas de Guadalajara, previo a su encuentro con Everton, que desafortunadamente para los ruleteros supuso su eliminación de Copa Libertadores, decidió pasear por un mall de la ciudad. El temor que ha generado en la población la pandemia de la “fiebre porcina” y la ignorancia de la medida del mal así como de las precauciones necesarias o suficientes, supuso que los futbolistas fueran tratados como verdaderos leprosos, evitando su contacto, siendo blanco de gritos e improperios para que se retiraran del lugar, recibiendo un trato indigno e injusto (al punto que las autoridades de gobierno y del fútbol pidieron disculpas a México por lo mismo). Ninguno de los deportistas estaba enfermo ni presentaba síntomas de la gripe. Peste negra en expansión, en un mundo globalizado que nos trae el mal a casa, y que debe ser combatido con llamas de un infierno paradojalmente purificador.

Un grupo humano decide actuar en contra de la amenaza. No hay dudas en el camino a seguir ni en la solución del problema. Están llenos de certezas, algo de justa ira y de un sentimiento bienintencionado de protección contra el enemigo. Amparados en el anonimato y el coraje de la multitud atacan en presunta legítima defensa o justa venganza reparadora, quemando, apedreando, expulsando, vociferando, atemorizando a otros seres humanos, mujeres, niños, ancianos…

Pero este grupo sólo quiere protección y justicia, salud y retribución. Es una buena oportunidad entonces, para preguntarse por qué sólo el Estado puede aplicar las penas y las medidas de sanidad que impliquen segregación, en otras palabras, por qué el Estado tiene el monopolio de la violencia legítima y la protección social. Si uno busca paz en la sociedad ¿por qué no dejar que la sociedad se exprese? ¿Por qué tenemos que esperar una larga investigación y una decisión judicial para castigar a quién definimos como culpable? ¿Por qué asumir la justicia de un castigo que nos parece inapropiado, muy leve o tardío? ¿Por qué esperar por una protección del Estado que tal vez no llegue oportunamente? ¿Por qué respetar la decisión de un juez aún cuando no creamos en ella? ¿Por qué el Estado insiste en tratar como inocente a quien creemos o sabemos culpable? Simplemente porque vivimos en un Estado Democrático de Derecho en el que todas las personas son iguales ante la ley. La condena social, sin embargo, a estos excesos de la justicia popular es tibia. La trampa que esconden estas acciones suele estar disfrazada con un traje atractivo: son populares. Pero vivir en un Estado Democrático define el camino que elegimos: las leyes tienen validez porque todos hemos consentido indirectamente con ellas; porque elegimos que los límites a nuestras conductas no sean definidos por el vecino o la víctima sino por la comunidad representada en el parlamento.

El castigo se impone por la autoridad, luego de un proceso judicial que asegura contradictoriedad y evita decisiones arbitrarias y abuso de privilegios, y obliga al Estado a justificarlo, permitiendo la sanción del culpable y la protección del inocente. El cuidado de nuestras instituciones para asegurar que ningún inocente sea castigado injustamente y que el castigo sea racional y respetuoso de nuestra dignidad supone asumir ciertas consecuencias y la primera de ellas debe ser la renuncia a la venganza. Y entregar la violencia y el castigo a las manos exclusivas del Estado, supone asignarle también la responsabilidad de las decisiones adoptadas y las consecuencias de ellas, incluyendo el bienestar de quienes son sancionados, los errores que se puedan cometer en el cumplimiento de ese deber y la determinación de la forma en que se debe responder a todos los ciudadanos por las decisiones adoptadas.

Un Decamerón de hoy y su peste bubónica contarían historias de los futbolistas aztecas y gitanos en nuestras tierras como una oportunidad para revisar males del siglo XXI que nos hablan de desconfianzas, incendios, temores así como de oportunidades de reivindicación y encuentro.

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