Sala de Prensa

11/06/2009

El Futuro de la Justicia Juvenil

"El sistema nunca será completamente legítimo sin una ley de protección de los derechos de los niños que entregue la mayor seguridad a que podemos aspirar: los DDHH de los niños". (Columna de Gonzalo Berríos, Jefe Unidad Defensa Penal Juvenil, publicado en La Nación, 11 de junio de 2009)

Hace 2 años entró en vigencia la justicia penal especial para adolescentes sobre la base de exigirles responsabilidad por sus delitos, garantizarles sus derechos y favorecer su integración social por medio de una amplia oferta de servicios sociales. Con ello se pretendía adecuar nuestra legislación a las obligaciones de la Convención sobre los Derechos del Niño y aumentar la capacidad de respuesta frente a los delitos que cometieran, terminando con la supuesta impunidad con que actuaban. Lo primero fue esencial, toda vez que existía una justicia de menores inaceptable, “fuente permanente de vulneración de derechos constitucionales” según el Mensaje del proyecto de ley. Lo segundo es más discutible, ya que si bien se aumentó la persecución de los delitos por el efecto propio de la reforma procesal penal, también es cierto que a los niños sin discernimiento se les aplicaban sanciones con el pretexto de la protección, y a los declarados con discernimiento, las mismas penas que a los adultos, aunque rebajadas.

A la fecha han pasado poco más de 60 mil jóvenes por el sistema y alrededor de un 70% de los delitos perseguidos se relacionan con la propiedad (hurtos, robos, daños, receptación). Las sanciones que más se aplican son las penas no privativas de libertad, como los servicios comunitarios y la libertad asistida, pero casi 9 de cada 10 jóvenes presos antes de su condena lo estuvo en forma innecesaria, ya que no fue sancionado a una pena de encierro. Además, los últimos datos conocidos parecen reflejar una disminución de las salidas alternativas frente a las condenas, cuestión que de ser efectiva resulta muy preocupante.

Así las cosas, iniciada la ley bajo condiciones mínimas, pero sometida a altas exigencias y expectativas, hoy parece fundamental abrir un diálogo sobre la justicia juvenil que realmente queremos construir. Suponiendo que al igual que en materia económica, social, deportiva o cultural, también queremos ser un país desarrollado respecto a cómo debemos tratar los delitos de los adolescentes, el único norte posible es mejorar nuestra justicia juvenil. Para ello es necesario resituarla otra vez dentro de las prioridades públicas.

En esa línea, para la credibilidad y el éxito del sistema, resulta clave pasar a una segunda fase de revisión, consolidación y mejora de la justicia juvenil. Así como al poco tiempo de entrar a operar, la reforma procesal penal fue evaluada por una comisión de expertos para después hacerle los ajustes necesarios, se puede seguir un camino similar con la justicia juvenil, que culmine con un plan director de mejoras encaminadas a cumplir efectivamente las expectativas y promesas del sistema, con metas, plazos y recursos adecuados.

Sin pretender ser exhaustivos, un primer aspecto a revisar es la propia ley, que peca de una excesiva dependencia del sistema de adultos, chocando muchas veces con los principios especiales de la justicia juvenil y con la preeminencia de la reinserción social por sobre el mero castigo. Esta revisión debiera incluir la introducción de algunas reformas en sintonía con las tendencias internacionales como, por ejemplo, la justicia restaurativa o los programas de apoyo post-privación de libertad, como el subsidio al excarcelamiento que se aplica en Barcelona; la revisión de algunos problemas prácticos, como la distribución de competencias entre los tribunales; la discusión acerca de la relevancia o no de contar con informes sociales, si con ellos se vulneran o no derechos, o cómo evitar que ello ocurra; entre muchas otras materias.

En segundo lugar, la dependencia de la reforma de adultos facilitó que el nuevo sistema se pusiera en marcha, pero ello ha sido a costa de la especialización de fiscales y jueces. Lo adecuado sería contar no sólo con defensores especializados en el 64% de los casos, sino que todo el sistema lo fuera. La doble función que tienen muchos de los operadores dificulta la preeminencia de una mirada diferente hacia lo juvenil, acorde con sus principios y fines especiales.

En tercer término, es fundamental mejorar la ejecución de las sanciones de adolescentes, de manera que los programas del SENAME cuenten con los recursos y los profesionales idóneos para hacer su trabajo socioeducativo, y con las herramientas necesarias para abrir las puertas de la integración social en el sector público y privado. Si bien deben mejorarse con urgencia los Centros privativos de libertad, ya que algunos presentan condiciones francamente inaceptables, no es posible pensar una justicia juvenil moderna sin un sistema de sanciones en el medio libre fuerte y efectivo. Para esto último se hace imprescindible evaluar los resultados de los programas.

Por último, el sistema nunca será completamente legítimo sin una ley de protección de los derechos de los niños, que nos entregue la mayor seguridad a la que podemos aspirar: la seguridad de la satisfacción de los derechos humanos de todos los niños.

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