Sala de Prensa

01/10/2010

La columna sin rostro

La siguiente columna de opinión, escrita por la Defensora Nacional, Paula Vial Reynal, fue publicada ayer por el semanario The Clinic.

Voy a escribir esta columna sin dar a conocer mi identidad ni ninguna referencia que pueda dar luces sobre aquella. Ustedes tendrán que hacer fe de lo que digo y de mis motivaciones y no podrán preguntarme nada acerca de aquellas o cualquier otro dato que permita acercarse a mi individualización, a mi cercanía o lejanía con el tema a tratar, a los intereses envueltos en mis dichos, a si me pagan o no por decir lo que digo. No podrán saber ni preguntarme si tengo cercanía con quienes realizan afirmaciones similares a las mías, si son mis empleadores, si tengo alguna enemistad con quienes opinan en contrario.

Más grave aún, mis dichos tendrán injerencia en lo que se decida sobre derechos fundamentales de otras personas, su eventual condena y privación de libertad. Los suyos, los de usted que me lee, ¿por qué no? Pero ahora rebata lo que digo, pruebe que es mentira, que es interesado o que no tiene fundamentos.

Estos son los testigos sin rostro, uno de los medios de prueba fundamentales en los delitos de terrorismo o que así sean calificados. Se trata de personas que declaran ante el Ministerio Público y los tribunales con estos resguardos extremos, al punto que ni la propia defensa de quienes son acusados por ellos puede saber su identidad y todo lo que de ella se deriva. Y que no debieran ser permitidos en nuestra normativa ni sanción de delitos.   En teoría, en nuestra actual legislación tal posibilidad no existe ni aún en la Ley Antiterrorista. Si bien en apariencia el artículo 16 de dicha ley lo permitiría, la interpretación más acorde con el respeto por los derechos fundamentales y el debido proceso debiera llevarnos a concluir que la restricción para conocer su identidad se refiere a personas ajenas al proceso, no a las partes que intervienen en él. Sólo podría entenderse, con una adecuada interpretación sistemática de las normas y de la historia de la ley, que están permitidos los testigos sin identidad durante la investigación y por tiempo limitado.

Y esto es lógico, porque para que exista igualdad de armas, para que todos los ciudadanos podamos protegernos de acusaciones infundadas y arbitrariedades en la persecución, es imprescindible poder ejercer a cabalidad el derecho a defensa y exigir al investigador el respeto de ciertas normas básicas en el esclarecimiento de los delitos, por muy graves que éstos sean.   El Pacto de San José de Costa Rica reconoce el derecho a defensa, expresado en la concesión al inculpado del tiempo y de los medios adecuados para poder desacreditar las pruebas que presenta la parte contraria. Y así lo ha entendido la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que al declarar admisible la denuncia de los condenados en causas mapuches, Aniceto Norín y Pascual Pichún, señaló en el año 2006, que “además, [los denunciantes] argumentan que el Estado violó en perjuicio de las presuntas víctimas garantías judiciales fundamentales, como es el derecho de la defensa a interrogar adecuadamente a los testigos”.

Uno podría, no es mi caso, compartir la necesidad de hacer excepción del Estado de Derecho si razones de eficiencia y eficacia en el logro de la seguridad lo justificaran. Sin embargo, en la práctica esto no es así, y ni en las condiciones más extremas han existido razones para dejar sin efecto normas fundamentales y que nos protegen a todos, pues no se han obtenido mejores resultados en las investigaciones ni se han resguardado mejor los intereses de los afectados. Sólo han permitido discriminaciones y afectaciones de derechos.

Con el uso de una herramienta que perturba tan drásticamente el equilibrio necesario entre los intervinientes de un proceso penal, sólo se logra profundizar la inequidad que supone la falta de defensa para quienes son perseguidos y acusados por el sistema. ¿Cómo defenderse de un fantasma? Es tal la prerrogativa que favorece a los testigos “sin rostro” que, incluso en el caso que se demostrara que ha mentido en el juicio, no podría ser perseguido penalmente por falso testimonio, pues no existiría forma de hacer efectiva esa responsabilidad en la práctica.

Por otro lado, tampoco existen razones de seguridad para quienes pudieren aportar cualitativamente a la desarticulación de asociaciones delictivas que afecten severamente la seguridad, que pudieran justificar establecer estas antireglas, pues para ello contamos en nuestra legislación y realidad con normas de protección para los testigos en casos de real peligro a su integridad, como en muchos otros países, como la relocalización, el cambio de sus identidades, protección policial especial, etc., y que se han aplicado y para las cuales el Ministerio Público cuenta con los recursos humanos y financieros.

En la disyuntiva de favorecer el respeto de los derechos y garantías de todos los ciudadanos o privilegiar una seguridad ciudadana eventualmente amenazada, no todo vale:

“Para erradicar una forma de delincuencia de las características del terrorismo, fenómeno que supone un ataque a las bases mismas del sistema democrático, no puede optar el legislador por supeditar los principios garantistas del Derecho penal contemporáneo a una hipotética ‘efectividad’ de la intervención penal frente a ese tipo de delincuencia, de suerte que la excepcionalidad devenga justificada por la defensa del Estado de Derecho o de la democracia. El Estado de Derecho no es un fin en sí mismo sino un medio, y el mismo no puede defenderse mediante su negación” (“Los Inicios de la Lucha Antiterrorista en Alemania, análisis de la legislación penal y procesal en las décadas de 1970-1980”, Miguel Ángel Cano Paños, investigador Ramón y Cajal. Universidad de Granada).   Por Paula Vial Reynal, Defensora Nacional.

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