Sala de Prensa

03/01/2011

Masacre en Carandirú

La siguiente columna de opinión, escrita por la abogada Boriana Benev Ode, de la Unidad de Estudios de la Defensoría Regional de Valparaíso, fue publicada hoy en el diario El Mercurio de esa ciudad.

Carandirú es una película brasileña que nos presenta la realidad carcelaria de la década de los noventa en un centro penitenciario de Sâo Paulo. Sus imágenes no distan mucho de aquellas que se han difundido en las últimas semanas sobre la realidad de nuestras cárceles.

Violencia, sobrevivencia, condiciones de vida que amenazan la dignidad humana, falta de beneficios carcelarios, hacinamiento y sobrepoblación, son parte de los conflictos planteados en el film, así como también por nuestros internos y familiares.

Aunque desde la perspectiva ética el acento crítico debe ponerse en la violación de los derechos humanos de las personas privadas de libertad bajo estas condiciones indignas, una mirada integral del problema implica profundizar en cómo hacemos política criminal y cómo debemos comprender la función que adquiere el castigo penal como respuesta institucionalizada frente al delito.

Si bien nuestra sociedad ha avanzado hacia una comprensión humanitaria del castigo estatal, las dificultades en su plena realización son notarias. Hemos pasado del castigo corporal, como el uso de torturas y suplicios, a la humanización de la pena, cuya manifestación más grave -al menos conceptualmente- debe corresponder a la estricta pérdida de un derecho (libertad personal), pero que no trae aparejada la afectación de otros derechos dentro del medio carcelario.

Se abolieron la pena de azotes y la pena de muerte, por ser expresiones de la barbarie estatal, para concebir  la respuesta penal respecto de quien se acreditó su participación en un ilícito penal con una finalidad rehabilitadora y de reinserción social. Eso al menos en teoría.  

Sin embargo, los últimos acontecimientos ocurridos en las cárceles del país y en particular en nuestra región -en la cárcel de Quillota- nos revelan que las instituciones no tienen el control de los penales, que las condiciones de vida de los internos son paupérrimas y, peor aún, nos señalan que la lucha de los internos no es por la libertad, sino por su sobrevivencia.

Aquí la responsabilidad del Estado es evidente. Se ha incumplido no sólo la normativa interna. También los tratados internacionales vigentes en el país en materia de derechos humanos, que obligan al Estado a resguardar la vida e integridad física de las personas que tienen a su cargo.

Lo anterior, además, hace visible una de las grandes críticas que se le ha hecho al sistema de penas chileno: la subsistencia de desproporcionalidad en la aplicación de la medida privativa de libertad. Pero, además, toda privación de libertad difícilmente permite cumplir con fines resocializadores, ya que se excluye a estas personas de la sociedad y se genera un efecto criminógeno. Por eso es una medida de último recurso y sólo debiese aplicarse a delitos graves. Pero, si hemos de emplearla, el sistema penitenciario debe proveer de las mejores herramientas para la rehabilitación y reinserción.

Claramente no basta con crear nuevas cárceles. Se requiere impulsar una profunda discusión legislativa y modificar  la política criminal chilena. El problema social que origina el delito no se soluciona con la utilización de una pena privativa de libertad. En aquellos casos en que se opte por ella, el Estado es el único responsable de atender, vigilar con seguridad a los internos, rehabilitar y proveer de las herramientas necesarias para la reinserción social.

Boriana Benev Ode, Abogada Defensoría Regional de Valparaíso.

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