Sala de Prensa

10/01/2011

Las deudas del infierno de la cárcel de San Miguel

La siguiente columna de opinión, escrita por la Defensora Nacional, fue publicada el pasado viernes 7 por el periódico Le Monde Diplomatique.

Las más de cincuenta mil vidas que llenan nuestras cárceles reclaman hoy más que nunca una respuesta eficaz y adecuada a las condiciones de indignidad en las que deben responder por sus errores. También lo hace la sociedad entera, que busca un justo equilibrio entre el logro de la paz social y el respeto de sus derechos.

81 personas, con historias llenas de fracasos y esperanzas, han sido parte del precio que estamos pagando por un sistema carcelario que urge por una solución de dignidad propia de un siglo XXI que respeta los Derechos Humanos. Estos muertos en el incendio de la cárcel de San Miguel el 8 de diciembre han permitido visibilizar un problema que se ocultaba tras las paredes de las prisiones, pero que requiere de una solución país, con involucramiento y compromiso de todos los actores del quehacer nacional, con recursos y medidas adecuadas.

El hacinamiento que existe en las cárceles del país es un problema que se arrastra desde hace decenios, pero que se ha incrementado exponencialmente desde el inicio de la reforma procesal penal. La población privada de libertad se ha duplicado en los últimos 10 años y su composición ha variado sustancialmente, pues hoy son mayoritariamente condenados quienes habitan tras sus muros.

Si bien se han construido nuevas cárceles, con mucho mejores estándares de calidad, éstas no han sido suficientes para hacer frente al crecimiento de las cifras de privación de libertad. Y han incrementado las diferencias con el cerca de 80 por ciento de la población que se mantiene en las cárceles antiguas, con prácticamente nula oferta programática rehabilitadora, educacional o laboral, lo que obliga a empatar el tiempo, transformando el ocio en un vicio inútil, con condiciones inhabitables de higiene y seguridad, replicando prácticas violentas que no pueden ser enfrentadas, con alimentación deficiente y donde en muchos casos es necesario enfrentarse al otro para conseguir un colchón y por unos centímetros para tener donde ponerlo.

Pero el aumento de los metros cuadrados en donde albergar a condenados y la mejora en los estándares de las cárceles no son las únicas medidas necesarias para resolver el hacinamiento. Es imprescindible, junto con ello, mejorar las respuestas al delito sancionado, estableciendo penas en libertad que permitan una mejor y mayor rehabilitación y reinserción de quienes los han cometido. No todos los delitos tienen igual gravedad y no todos deben tener como pena la privación de libertad.

La cárcel no es la única solución al delito. Ni la mejor. Es necesario distinguir y diversificar las respuestas a los diferentes ilícitos.

Asimismo, es urgente una reforma penitenciara integral, que consagre en una ley penitenciaria la regulación de los derechos y obligaciones de quienes deben cumplir condenas y de quienes son sus guardianes. No es posible que un reglamento emanado de la misma autoridad administrativa encargada de la custodia de los prisioneros regule sus derechos, entregando a esta misma autoridad las decisiones respecto de los beneficios que podrían favorecerlos.

Debe darse vida a una justicia de ejecución penitenciaria que permita resolver en sede judicial, imparcial y equilibradamente, los conflictos que puedan producirse durante la etapa de cumplimiento de condenas, los abusos y arbitrariedades que puedan producirse con quienes sólo han perdido la libertad y no sus restantes derechos. Debe proveerse de defensa penitenciaria a todos los condenados del país, un abogado que represente sus intereses, principalmente de quienes están privados de libertad en esa condición, y que permita el ejercicio de los derechos de las personas. 

Pero, al mismo tiempo, es necesario recordar que el derecho penal debe ser la última herramienta a la que recurrir para resolver un conflicto, siempre que se hayan agotado las anteriores. Criminalizar las conductas más bagatelarias, en una lógica en que todo conflicto debe ser enfrentado con los instrumentos penales, es también parte del error que contribuye a que nuestras cárceles estén atestadas. Y que genera un clima de inseguridad ficticio. Chile es el país más seguro de Latinoamérica y -al mismo tiempo- el que concentra el mayor número de presos por cada cien mil habitantes. Una contradicción que afecta las raíces de nuestro Estado de Derecho y que distorsiona las soluciones que deben considerarse para el problema.

Algunos han señalado que el hacinamiento sería producto del aumento de la delincuencia. Arriesgada apreciación, pues sólo se basa en el hecho objetivo de que existen más investigaciones, judicializaciones y condenas. Sin embargo, al mismo tiempo, desde el inicio de la reforma procesal penal en el año 2000 se han aumentado exponencialmente los recursos en materia persecutoria, creando por un lado la figura del fiscal que investiga los delitos, separando su rol del juez que resuelve la contienda, dotándola de un número importantísimo de recursos para la obtención de su logros, estableciéndosele metas de gestión que suponen aumento de juidicalización, así como se han aumentado los recursos y la dotación de las policías encargadas de la detención e investigación de los delitos.

Sin pretender analizar a fondo el fenómeno en este artículo, si se consideran los delitos que han aumentado en los últimos años, hay que señalar que éstos son los de menor entidad delictual, como los hurtos, las lesiones y las amenazas en el contexto de la violencia intrafamiliar y -en este caso-, producto de políticas específicas de endurecimiento en la persecución y sanción de estos delitos. No se trata de aumento de estas figuras, sino de cambios en las políticas de persecución a lo que se suman aumento de recursos para este objetivo, por lo que malamente podría afirmarse sin base científica que es la comisión de delitos la que ha aumentado.

Lo que sí es objetivo, también, es que producto de estas políticas se han endurecido decisiones que han llevado al aumento de la población privada de libertad.

El nuevo sistema procesal vino a saldar una deuda con la democracia en términos de establecer un proceso en el que existieran equilibrios entre los intervinientes y donde se diera vida a principios básicos como la transparencia, la oralidad, la inmediatez y la oportunidad en la resolución de los conflictos penales, con pleno reconocimiento y respeto de los derechos y las garantías de todos los intervinientes, víctimas y victimarios.

El falso cartel de garantista de la reforma, incluyendo una connotación negativa para la regulación de los derechos de los detenidos e imputados, ha supuesto un clima adverso que ha propiciado las modificaciones en un sentido populista y que han ido desvirtuando algunos institutos procesales fundamentales del mismo como el control de identidad (cada día más parecido a la detención por sospecha que vino a reemplazar), endurecido las reglas para el aseguramiento de la libertad (existen delitos prácticamente inexcarcelables hoy por hoy, con menos discrecionalidad de los jueces para las decisiones sobre la prisión preventiva, lo que ha automatizado su resolución, haciéndola más frecuente) y aumentando las facultades de los encargados de la investigación a costa de nuestros derechos, privilegiando la seguridad por sobre el respeto de nuestras garantías.

Desde que se iniciara el nuevo sistema de justicia penal, su normativa ha sufrido ocho modificaciones por distintas leyes, y todas han ido en la línea de limitar las garantías y derechos de las personas, estableciendo nuevas atribuciones más intrusivas para los fiscales y policías en sus labores investigativas y de persecución, facilitando las tareas coercitivas y permitiendo una mayor intromisión en las vidas de las personas.

La muerte de 81 hombres en el infierno de San Miguel nos reclama un compromiso transversal y urgente por entregar soluciones de calidad y dignidad a quienes están privados de libertad, como una deuda que avergüenza a nuestra democracia.

Por Paula Vial Reynal, Defensora Nacional.

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