08/04/2020
Artículo de Agustín Squella
Sufrir o reparar
Te invitamos a leer y comentar esta columna que aparecerá en el próximo número de nuestra Revista 93. Las mejores opiniones serán publicadas.
Por Agustín Squella N.
Doctor en Derecho.
Profesor de filosofía del derecho en la U. de Valparaíso.
Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2009.
Admito que siempre he tenido dudas acerca del derecho del Estado para castigar a quienes incurren en conductas que el propio Estado ha tipificado como delitos. De hecho, todo Estado se atribuye ese derecho y los penalistas corren a buscarle una justificación. El derecho penal -se dice- es una ultima ratio, o sea, un último recurso para conseguir conductas que se consideran socialmente beneficiosas y evitar otras que se estiman perjudiciales.
Pero la proliferación incesante de tipos penales, el aumento constante de las penas, el presidio como la más frecuente de las sanciones y la tendencia a declarar la imprescriptibilidad de ciertos delitos están transformando al derecho penal en prima ratio, es decir, en el primer recurso del que se echa mano para el doble fin antes señalado.
Es de esa manera que ha ido instaurándose una sociedad del castigo, de la vigilancia, del control, del amedrentamiento, declarando lo que se llama ‘guerra a la delincuencia’, sin darnos cuenta de que al aumentar los delitos lo que se hace es incrementar también el bando enemigo de esa guerra que decimos tener. Las sociedades no se dividen en ángeles y demonios, en buenos y malos, en delincuentes y no delincuentes. Todos somos peligrosos y, por tanto, potenciales delincuentes.
Una cosa es que la sociedad tenga derecho a reprochar determinadas conductas, pero ¿a castigar? ¿Y a castigar muy a menudo con la privación de la libertad ambulatoria, sabiendo, como se sabe, que la prisión prolongada es la madre de la reincidencia, sin olvidar que las penas de presidio llevan otras anexas, que provienen del hacinamiento y demás tormentos carcelarios que lesionan la dignidad y amenazan la salud y la integridad física y psíquica de los reclusos?
Unas penas que, además de lo dicho, llevan aparejada la pérdida del trabajo, la dificultad para encontrar otro una vez que se recupera la libertad, la deserción forzada de los estudios y el deterioro o pérdida de los lazos familiares y sociales. Como dice Didier Fassin en su libro Castigar, “cuando los magistrados pronuncian una condena a pena de prisión, su decisión implica más que una privación de libertad, y ellos lo saben”.
Hasta donde se pueda en cada caso, más valdría reparar que castigar, o sea, ver manera de que el responsable de un delito reparara su falta sin necesidad de sufrir además un castigo. Reparar antes que sufrir, podríamos decir, porque las penas no son otra cosa que sufrimientos deliberados que se infligen a los responsables de los delitos.
Con ocasión de cumplirse 20 años de nuestra reforma procesal penal, y a las puertas de una muy probable nueva Constitución, sería del caso que reflexionáramos sobre lo anterior.
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