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04/11/2010
Los agentes encubiertos y la cooperación eficaz en la Ley de Drogas
El siguiente artículo de Claudio Gálvez Giordano, Defensor Regional de Arica y Parinacota, fue publicado en el diario ciudadano El Morrocotudo, en Arica, y antes en la tercera edición de "Revista 93", publicación institucional de la DPP.
Cuando se trata del tema de las drogas y de la represión de su tráfico y consumo, no cabe duda que el discurso de la protección del derecho de las personas y las normas de debido proceso, de por sí naturalmente difícil de defender y hasta contraintuitivo para la mayoría de las personas, se torna ya más que políticamente incorrecto, casi subversivo.
Pareciera ser que ésta es una de esas cruzadas en que el que no suma resta, y en que la defensa de derechos y garantías se torna ya no sólo impopular, sino también sospechosa. En estos tiempos de la tercera velocidad del derecho penal y del derecho penal del enemigo, los exorbitantes excesos de la ley 20.000 parecen no serlo tanto, ya que todo es válido en la lucha contra el “flagelo social”.
Podríamos entender que la criminalidad moderna ofrece desafíos inabordables desde las ópticas tradicionales de persecución penal. Podríamos conceder, incluso, que la tradicional tensión de derechos y garantías versus eficiencia de la persecución penal requiere nuevos puntos de vista, y que la actividad específica del tráfico de drogas y estupefacientes es imposible de controlar sin métodos extraordinarios, dada su enorme capacidad económica y, por ende, corruptora (1).
Sin embargo, incluso en ese escenario, la prodigalidad del legislador antidrogas y el exceso de facultades persecutoras contenidas en la ley 20.000 exceden los marcos del debate tradicional, terminando por presentar sus figuras resultados fácticos que contradicen su propia justificación teleológica.
En el caso del agente encubierto, resulta alarmante la aparente amplitud y falta de límites del tratamiento legislativo. Cientos de páginas de discusión comparada sobre las figuras extraordinarias de la investigación penal son despachadas sin más por el legislador, que hace un tratamiento conjunto del agente encubierto, el agente revelador y el informante, llegando incluso al extremo de permitir -por mera decisión del persecutor- que éste pueda ejercer las funciones de aquellos.
En otras palabras, que el informante -que ya no es siquiera un oficial especializado de las policías, sino usualmente un delincuente habitual, conocido y merecedor de la confianza de aquellos a los que se investiga- pueda ser indistintamente agente revelador o encubierto. Los reparos éticos y hasta lógicos que merece este tratamiento exceden con mucho el contenido de este artículo. Basta señalar el peligro que reviste esta posibilidad, cuando el mismo legislador prevé que tanto los agentes encubiertos como los reveladores e informantes estarán exentos de responsabilidad penal por los delitos que cometan en el ejercicio de sus labores, si son consecuencia necesaria de su investigación y guardan proporcionalidad con la finalidad misma.
Esta especie de “premio” al delincuente, que a todas luces en la práctica se convierte en un medio cierto para que un traficante avezado aproveche de limpiarse el camino sacando del juego a su competencia -ya no sólo con la tolerancia, sino con el aval y la aquiescencia del Estado-, se convierte en una realidad incluso más dramática con la existencia de figuras de delación compensada establecidas en el artículo 22 de la Ley de Drogas, la llamada “cooperación eficaz”.
En este tipo de causas se ha podido detectar también que llega a resultar una práctica habitual el que los traficantes con más poder adquisitivo o mejores redes de contacto encarguen desde las cárceles a sus ayudantes en el exterior que recluten a algún incauto para pasar alguna cantidad de droga por pasos fronterizos habilitados. Una vez recibido el dato, señalan tener una cooperación eficaz que realizar y describen, gracias a la información recibida, a la persona, el día y el lugar del paso de drogas.
Obviamente, tampoco es posible levantar una estadística de estos casos. Un traficante que se está fabricando la atenuante se cuidará mucho de contarle esto a su defensor, quien quedaría éticamente imposibilitado de seguir con la defensa de la causa y de presentar la atenuante ante el Ministerio Público.
Sin embargo, no resulta difícil detectar los casos en que esta situación ocurre: se trata de personas que son detenidas por tráfico en la frontera, con una policía que declara haberlos sorprendido gracias a signos tan esotéricos como “extremo nerviosismo, sudoración excesiva, actitud sospechosa”, etc. Usualmente serán tragadores de ovoides que llevan la droga dentro de sus estómagos o que la transportan escondida en las plantillas de sus zapatos o enfajas.
No suelen tener contacto con círculos de distribución, no manejan dinero (de hecho, se trata siempre de personas muy privadas económicamente, usualmente analfabetas y de sectores rurales, aunque a veces son reclutados en los mismos terminales de buses) y ni siquiera se les ha retribuido aún por el servicio, ya que se les dice que serán pagados al momento de entregar.
La droga que transportan suele ser de muy baja calidad y pureza y nunca en grandes cantidades. Finalmente, no tienen dato alguno de sus contactos ni nada que les permita a ellos acceder al beneficio de la colaboración eficaz, llegando entonces a la paradoja de que la figura premia al traficante que tiene medios y contactos, quien obtiene una atenuante que usualmente le permitirá obtener beneficios alternativos al cumplimiento efectivo de la pena, y el simple “burrero” -que no representa peligro alguno- es quien queda preso sin opción a beneficios.
Las preguntas que surgen a la luz de las figuras analizadas son muchas, pero pueden resumirse en: ¿Puede ser la eficacia ser el único argumento para decidir la validez de ciertas figuras relacionadas con la persecución criminal? ¿Puede el Estado valerse de cualquier medio, aún los éticamente más cuestionables, para lograr su objetivo de una persecución implacable contra el tráfico de drogas? ¿Puede permitirse condonar anticipadamente los delitos cometidos por sus agentes, premiar las delaciones sin inquirir su origen, en fin, cometer o amparar delitos para reprimir el delito?
Eficacia jamás podrá ser sinónimo de legitimidad. Si, además, en vez de eficacia tenemos abuso de poder y utilización de las figuras legales por aquellos que se supone son combatidos por éstas, es el propio Estado de Derecho el que peligra.
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