Sala de Prensa

28/09/2012

Columna de opinión:

¿Realmente existe una justicia penal adolescente?

El siguiente artículo fue escrito por el abogado Héctor Benavides, defensor local de Cochrane, en la Región de Aysén.

En las últimas semanas hemos leído o escuchado en reiteradas ocasiones que el sistema de justicia penal adolescente no es suficiente para lo que hoy ocurre y se acusa de tener una ley blanda en la materia, pero me permito hacer la siguiente interrogante: ¿realmente existe una justicia penal adolescente en Chile?

Honestamente, en la práctica, creo que no. Quizás estamos en el primer peldaño para llegar a construirla, pero cómo va a existir si parte importante de quienes son sus operadores tienen la creencia de que el sistema está compuesto sólo por la Ley 20.084 y a ella apuntan sus dardos a la hora de buscar responsables por su supuesto “mal funcionamiento”.

Olvidan la parte más importante de esta rama del derecho, compuesta por la Convención sobre los Derechos del Niño, publicada en nuestro país en 1990; las Directrices de las Naciones Unidas para la Prevención de la Delincuencia Juvenil; las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la Administración de Justicia de Menores y las Reglas de las Naciones Unidas para la Protección de los Menores Privados de Libertad. Así, es bastante difícil hablar de justicia penal adolescente.

Para tener un real sistema en el juzgamiento de adolescentes, habría que cumplir con la obligación legal y constitucional de especialización de los intervinientes, que sabemos que actualmente está lejos de cumplirse a cabalidad.

Y mucho menos en nuestra región, en la que formalmente es la única en que no hay un defensor de adolescentes, tampoco un fiscal especializado, ni mucho menos una sala del tribunal especial.

Efectivamente -y podemos leerlo a diario en los medios de comunicación-, un amplio sector de la comunidad pretendería que la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente (LRPA) busque castigarlos por su “actuar desenfrenado y sin control”. 

En la realidad, lo que se pretende no es eso, y es bueno que la comunidad  lo sepa. Lo que se busca, por un lado, efectivamente es responsabilizar a aquellos niños o jóvenes que han cometido un delito. Pero, por otra  parte y con mayor relevancia, es que en la sanción que se les aplique se realice una intervención social y educativa lo más amplia posible.

Ello, de manera que se logre una plena integración social, otorgándoles herramientas que permitan alejarlos de las conductas delictivas. Algo que, a todas luces -en la gran mayoría de los casos, no en todos, por supuesto- es incompatible con la privación de libertad.

Al menos un momento, podríamos tomar el lugar de ese o esa joven -al que la vida le mostró la conducta ilícita como alternativa posible de supervivencia-, buscando una solución para ello y no colaborar con la agravación del problema, sacándolos del mundo para que no contaminen al resto de las personas comunes, que quieran vivir tranquilos conforme a las normas y estar alejados de cualquier problema.

Porque probablemente esas personas, y espero no equivocarme, también quisieran ayudar a quienes no tuvieron las mismas oportunidades que ellos para ser ‘ciudadanos comunes’.

Últimamente -y bastante seguido- se señala que urge aumentar la gravedad de las sanciones, más allá de la sola amonestación verbal, multa o prestación de servicios comunitarios.

Seamos sinceros, para que la gente que lee esta información no se engañe: jamás, salvo una excepción que en mi experiencia no recuerdo, se sanciona a un adolescente imputado por un delito realmente grave y con las pruebas concluyentes en su contra, a una multa o a trabajos en beneficio de la comunidad, mucho menos a una amonestación verbal del juez.

Eso es completamente alejado de la realidad de la práctica en tribunales y me parece sumamente peligroso que se entregue información que diga lo contrario. Dichas medidas son siempre aplicadas a jóvenes que cometen faltas o delitos de menor entidad, que requieren una menor intervención social y es la propia ley la que señala los límites en ese sentido.

Como ya lo he dicho, en vez de buscar fórmulas de cómo agravar las sanciones, me parece mucho más acertado propender al mejoramiento de la aplicación de las sanciones existentes.

Aumentar los recursos en los programas que las ejecutan y sus delegados, que hacen lo que pueden dentro de los recursos actualmente disponibles, mejorando su capacitación, sin ver esto como un gasto más, sino más bien como una importante inversión, de manera que se logren los objetivos de resocialización lo más pronto posible y se evite la comisión de otros delitos posteriores que pueden ir agravándose.

Lo anterior parece difícil, sobre todo cuando esta semana nuevamente tenemos en tela de juicio a adolescentes por delitos graves en nuestra región, pero me parece que es justamente en estos casos en los que hay que analizar qué es lo que hizo el sistema legal o judicial por aquellos jóvenes en riesgo social cuando se podía prevenir lo que hoy ocurre,  más que buscar ahora sanciones ejemplificadoras que infundan temor en el resto de los jóvenes.

A las víctimas y sus familiares no les pidamos que realicen ese ejercicio, porque es imposible y todas las peticiones que hagan son entendibles desde su punto de vista.

Pero quienes podemos tener una mirada objetiva, ampliemos un poco nuestro horizonte y veamos qué podemos hacer, más que la salida fácil y rápida que populistamente se plantea: la represión y el mayor castigo posible. Así no construimos una “JUSTICIA PENAL ADOLESCENTE”.

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