Sala de Prensa

29/09/2014

Columna de opinión:

¿Hacia dónde se dirige nuestra política criminal?

El siguiente artículo, redactado por el Defensor Regional de Atacama, Raúl Palma Olivares, fue publicada hoy en el Diario Chañarcillo.

El Defensor Regional de Atacama, Raúl Palma Olivares.

El Defensor Regional de Atacama, Raúl Palma Olivares.

Por Raúl Palma O.,
Defensor Regional de Atacama.

Preguntarse hacia dónde se dirige la política criminal chilena y cómo se puede debatir seriamente sobre las decisiones político-criminales, tal como ocurre con el resto de las materias públicas, es uno de los aspectos que a comienzos de este mes propuse en la clausura del seminario 'Política criminal actual y realidad social' de la Universidad de Atacama, que contó con la participación de importantes académicos nacionales y regionales. 

La verdad, este es un asunto difícil de abordar, por los factores que inciden en la forma organizada en que el Estado enfrenta al fenómeno criminal, administra la fuerza y responde al delito. 

Por eso se dice, con justa razón, que la política criminal es la más controvertida de las políticas públicas, debido a que, a diferencia de otras como las relacionadas con salud o educación -por nombrar algunas- es fuertemente politizada y no porque existan diferencias ideológicas, que ya casi no las hay, sino porque son los intereses inmediatos de los agentes políticos los que determinan los recovecos prácticamente insospechados que va adquiriendo la toma de decisiones en este relevante ámbito de la gobernabilidad, con las consecuencias en el sistema de control penal y finalmente, por cierto, en las personas sobre las que se aplica.

Hoy sólo podemos afirmar con cierta exactitud que nuestra política criminal ha tomado, desde los albores del presente siglo, un talante de rigorismo punitivo y de reacción de tintes populistas, muy en la línea norteamericana. Esto es, básicamente un discurso comunicacional y luego una línea de respuesta que parte de la premisa de que la exacerbación de las penas disminuye la delincuencia y, por otro lado, que la pena privativa de libertad y el uso de la prisión preventiva es la solución a la ilimitada demanda de seguridad pública, desde ya permeada por las variopintas mediciones de percepción de inseguridad y el tratamiento mediático de la delincuencia, soslayando la racionalidad científica penal y criminológica. 

Así, hemos visto que frente a la sobrepoblación carcelaria el Estado responde con una ley de penas alternativas de corte anglosajón, que traslada el enfoque desde la resocialización al riesgo y la forma de evitarlo, usando medios tecnológicos para el control remoto de las personas, lo que supondría, a fin de cuentas, una apuesta por el medio libre versus la prisión.

Pero, al mismo tiempo, hemos visto que frente al fenómeno de violencia contra la mujer se crea un tipo penal especial, que frente al robo de cajeros automáticos se hace lo mismo, que frente al robo de vehículos se reformula el tipo de manera más laxa, que cada cierto tiempo indefectiblemente se endurecen las penas de los delitos sexuales, etc., siempre exacerbando el castigo al reincidente y, en consecuencia, optando por un mayor uso de la cárcel, sin que existan resultados óptimos en la disminución de las conductas delictuales referidas.   

Hoy vemos cómo la denominada “Ley Emilia” implica un año de prisión inapelable para personas sin antecedentes, con el comprobado contagio criminógeno que aquello implica; crea una obligación de autodenuncia asociada a un delito nuevo de “fuga”, vulnerando el principio de no autoincriminación y, lo que es más grave, altera por completo el sistema de determinación judicial de la pena, además de provocar un efecto en cadena de rigurosidad punitiva en el resto de los delitos contra las personas, lo que en definitiva rompe la arquitectura del Código Penal. 

Para quienes somos operadores del sistema penal y, por lo tanto, trabajamos día a día en la materialización de las decisiones político criminales sobre las personas, observamos incongruencias y desproporciones que finalmente inclinan la balanza hacia el uso expansivo del poder penal.

Es decir, mayor coerción, con consecuencias concretas en el número de presos, de sujetos controlados, de procedimientos policiales, de la judicialización de cuestiones sociales. Pero lejos de la meta última de toda política criminal que, como señala el catedrático español Díez Repollés, es prevenir la delincuencia dentro de parámetros socialmente aceptables, es decir respetando los principios del estado de derecho y las garantías individuales de los ciudadanos.

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