Sala de Prensa

31/05/2018

Columna de opinión:

Pena de azotes y pena de muerte

Este texto, escrito por el Defensor Regional de O'Higgins, fue publicado en el diario El Rancagüino.

Por Alberto Ortega Jirón,
Defensor Regional de O'Higgins.

Dos jóvenes turistas chilenos esperan un juicio en el mes de agosto en Kuala Lumpur, Malasia, acusados de homicidio y arriesgan la pena de muerte por ahorcamiento.

Un grupo de diputados proponen reponer en Chile la pena de muerte para casos de violación de menores con resultado de muerte.

El señor Ministro de Justicia, Hernán Larraín, señala que la pena de muerte no está dentro de la agenda legislativa del Gobierno.

Las aristas, argumentaciones y contra argumentaciones en materia de pena de muerte son eternas y seguirán rondando los medios y a la opinión pública por años y en las décadas venideras.

Es interesante constatar que una de las parlamentarias que propone la reposición de la pena de muerte en Chile use como argumento el “ejemplar” caso de Malasia, donde la gente es colgada, entre otras cosas, por resistirse a un arresto, escapar de la cárcel o intentar matar a alguien.

Supongo que la imagen de dos jóvenes chilenos muriendo asfixiados y dolorosamente en un patíbulo malayo le pueda parecer repulsiva a la mayoría de los nacionales.

Suponemos -además- que la posibilidad o el peligro de matar a alguien por la vía judicial y a causa, ya no de errores, sino de la intencionalidad criminal de la autoridad, ha quedado patente con la denominada “Operación Huracán”.

Pero más allá de los tradicionales argumentos contrarios a la pena de muerte por los naturales peligros del error judicial -propio de todo sistema- o de la maquinación o el fraude de la autoridad fiscal o policial con consecuencias fatales, me permito traer a usted un antecedente histórico y ético.

La Ley N° 9.437, de 21 de julio de 1947, abolió la pena de azotes.

Se imponía, según una normativa del año 1876, en los casos de reincidencia de hurto o robo con violencia, intimidación en las personas y sólo a varones de 18 a 50 años.

Al delincuente se le amarraba y se le daban latigazos (hasta 25 como límite). 

La pena fue abolida y repuesta en algunas ocasiones por el legislador, como en ese año 1876, al reinstalarla luego de que fuera abolida. Los señores congresistas Vicuña Mackenna y Gallo expusieron, para combatir al proyecto, que: “No dudaban por un momento que fuera a ser aprobado, pero que todo ello era debido a la presión que ejercía la opinión pública en el ánimo de los legisladores, obligándolos a considerar un proyecto sin estudios suficientes y sin hacerlos pensar en las funestas consecuencias que acarrearía para el futuro ese proyecto. Imprimiendo un enorme retroceso a la civilización, puesto que la aprobación era -ni más ni menos-que volver a los mejores tiempos de la barbarie”.  

En 1909, en su memoria de prueba el abogado, el señor Ernesto Morales Reyes argüía que: “La pena de azotes había sido en su época abolida en algunos naciones de Europa y que ahora se pretendía abolir en la legislación chilena, so pretexto de que ofende la dignidad humana ¡Cómo si los criminales tuvieran dignidad!”.

Hace 70 años que no hay azotes para los criminales en Chile. La razón es obvia: se trata de una pena que no sólo atenta contra la dignidad implícita en todo ser humano, aun en el más cruel y despiadado delincuente. Atenta en mayor medida contra la conciencia y la dignidad de una sociedad, que no puede mirar con indiferencia a la tortura y al suplicio de otro ser humano, más aun cuando se hace en aras de la justicia.

A nadie se le ocurriría en su sano juicio tratar de reponer la pena de azotes en la legislación chilena. La tortura será siempre repulsiva y no tiene justificación.

Lo mismo ocurre con la pena de muerte, más allá de que las estrategias comunicacionales de promoverlas sean puro humo, porque en Chile no es posible jurídicamente reinstalarla.

Es indudable que jamás habrá justicia suficiente para los padres de un niño violado y asesinado. Pero al resto de la comunidad, que debemos solidarizar con el dolor de las víctimas, también nos asiste el deber de resguardar que la sociedad tenga respuestas en penas contundentes y ejemplificadoras, sin necesidad de usar el homicidio institucionalizado o la barbarie, como señalaba Vicuña Mackenna.

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